A MODO DE INTRODUCCIÓN
La novela por la que vamos a viajar en esta entrada desde nuestro sillón de orejas (“Lo que me queda por vivir”, de Elvira Lindo) es una historia en la que se reconstruye la vida de una mujer, perteneciente a una generación que la novelista conoce muy bien, una generación a la que, de una manera u otra, pertenezco. Es por ello por lo que nada de lo que se expone me resulta extraño o ajeno. Y la novelista, fiel retratista de ambientes y situaciones que la memoria suele olvidar, y experta en el manejo del diálogo, nos conduce a compartir los procesos vitales básicos de toda mujer (y por qué no, de todo hombre) en esos momentos de la existencia en los que el pasado al que nos aferrábamos como tabla de salvación desaparece o se hunde (la madre, la familia, la infancia y la adolescencia, los pueblos veraniegos, la época universitaria), y lo que nos queda por vivir (parafraseando el título) se vuelca en la creación, crecimiento y evolución de una nueva vida que gestamos para que la rueda complete su círculo.
Dejémonos llevar por tan sensible y bella novela. Habla de todos nosotros. Y lo hace la autora desde el interior de un proceso de madurez vital, que también es el nuestro.
RESUMEN
Antonia tiene veintiséis años cuando se ve sola con un niño de cuatro en el cambiante Madrid de los ochenta. La suya es la historia de un viaje interior, el de una mujer que se enfrenta a la juventud y a la maternidad mientras intenta hacerse un lugar en la vida, en una ciudad y en una época de tiempo acelerado, más propicio a la confusión que a la certeza, sobre todo para alguien que ha tenido una experiencia demasiado temprana de la pérdida y de la soledad.
CAPÍTULO 1. LO SABE.
Era como la una del mediodía, esa hora en que Madrid es un hervidero de gente bebiendo cañas y tirando servilletas al suelo. Pero allí, en el Café Lyon, se presentía ya la decadencia que precedería a su cierre y a esas horas por no haber no había ni ese grupo inmortal de estudiantes con granos que falta al instituto con el convencimiento de que tomando café en mesa de mármol se está más cerca de la literatura.
El Café Lyon (también conocido como "La ballena alegre")
Fuimos paseando despacio por la calle Alcalá hasta el semáforo de la plaza de la Independencia , hicimos incluso algunas pausas. Si alguien nos hubiera observado, habría pensado que disfrutábamos de un paseo en la tarde fresca preotoñal y de una compañía de la que nos costaba desprendernos.
La Puerta de Alcalá (en la Plaza de la Independencia)
Fui bordeando el parque del Retiro hasta llegar al barrio del Niño Jesús, y en el trayecto se hizo ya noche cerrada. El camino junto a la valla, el rumor de los coches y el olor de la vegetación que levanta la noche me trajo intacto el recuerdo de otra caminata de unos tres meses atrás, a comienzos del verano.
Barrio del Niño Jesús
Deseaba que él me pasara la mano por los hombros, anhelaba algún reconocimiento a tantas horas de soledad, a tantos domingos frente al televisor, viendo melancólicamente en mi pisito alquilado de muebles de formica Canción triste de Hill Street. ¿No me había ido de Madrid buscando, al fin y al cabo, una estabilidad económica que habríamos de disfrutar los dos en el futuro? El futuro.
"Canción triste de Hill Street" (títulos de crédito)
La luz verde de un taxi descendía por la avenida Doctor Esquerdo. Alcé la mano y paró. Me metí de un salto y antes de cerrar la puerta, le grité:
—¡Soy infantil!
El taxi avanzó unos metros hasta pararse en el semáforo en rojo. Entonces me bajé y le esperé con la puerta abierta. Él caminaba hacia mí, deprisa, con mi bolso en la mano, sabiendo que yo no podría dormirme sin antes pedirle perdón.
Avenida Doctor Esquerdo (Madrid)
CAPÍTULO 2. MAÑANA DE SÁBADO.
Las madres, las otras, no cantaban canciones tristes que el niño aprendía como si fueran melodías infantiles pero que inoculaban en su corazón infantil un poso de melancolía que le habría de acompañar siempre. Las madres no le cantaban al niño Cuesta abajo, aquella canción del hombre que daba tanta pena porque tenía voz de muerto. Aquélla no era una canción que las madres, las otras madres, considerasen adecuada para la felicidad de un hijo.
Carlos Gardel: "Cuesta abajo"
Madre a la que la muerte y la ausencia de contacto físico fue robando poco a poco su condición de madre, para convertirla en mujer, en la mujer de las fotografías de los años cincuenta, cuando ella y mi padre eran novios. Mujer que, a fuerza de estar ausente, ha ido presentándose en mi recuerdo en diferentes versiones de sí misma. Ahora, por ejemplo, en estos días, la recuerdo parecida a aquella actriz, Betsy Blair, de rasgos finos y sensualidad sutil, con una melena corta y castaña, un poco moldeada en la peluquería para darle gracia. Cuando veo películas suyas, Marty, Calle Mayor, estoy viendo la mirada de mujer frágil y anhelante que tenía mi madre.
Betsy Blair: "Marty" y "Calle Mayor"
Pero ahora ya no canta boleros en mi memoria. En estos últimos tiempos, la voz de Peggy Lee, que me ha acompañado en mis tareas caseras en los pasados meses, se me ha impuesto a la suya, tan apagada ya en el recuerdo, y la imagino de manera incongruente entonando una canción, Black Coffee, que lamenta la suerte de las mujeres. Tal vez la razón de tanto equívoco se deba a que mi voz se parece mucho a la de mi madre y soy yo la que merodea ahora por la casa, como ella hiciera, llenando mi soledad con canciones, y al escuchar mi propia voz tengo de pronto el estremecimiento de estar escuchando de nuevo la suya, nasal y dulce, pequeña y maullante.
A man is born to go a loving
a woman’s born to weep and fret,
to stay at home and tend her oven
and drown her past regrets
in coffee and cigarettes.
Peggy Lee: "Black Cofee"
«Yo gané un concurso de boleros», decía, mientras cantaba en la cocina Noche de ronda. Y, de pronto, interrumpía la canción y se quedaba pensativa, como si estuviera imaginando esa otra posible vida que siempre se pierde por vivir la propia.
"Noche de ronda", de Agustín Lara, en la voz de Nat King Cole
A veces, como aquel sábado, la música me ayudaba a sacarle de su ensimismamiento de niño casero. Lo llevaba al cuarto y le decía, «Venga, vamos a bailar». Le dejaba subirse al taburete y pinchar los discos, haciendo chirriar la aguja sobre los surcos por la impaciencia que le entraba de querer bajarse corriendo para empezar el baile desde las primeras notas. Bailábamos las canciones infantiles del disco de María Elena Walsh, con sus ritmos alegres, cursis y luminosos, bailábamos las canciones de Disney, que yo le había recopilado en una cinta, a pesar de que varios compañeros, en permanente demostración de que eran trabajadores de la radio más progre del país, me habían afeado la conducta por querer enseñarle a un niño ese producto baboso, tóxico, fascista, cruel y sentimentaloide a un tiempo.
"El brujito de Gulubú", tema infantil de María Elena Walsh, en una interpretación de Rosa León, cercana a los años de lo narrado en el fragmento.
Juicios que no andarían alejados de lo que pensaría el padre si al llegar aquel sábado por la tarde a recogerlo lo sorprendía en el despacho amarillo, tumbado en el sofá, rendido a la ensoñación mientras escuchaba My Favorite Things en la voz aguda y amanerada de Julie Andrews.
Julie Andrews en "My Favourite Things" (de Sonrisas y Lágrimas)
Cantábamos las cancioncillas de trenes, de brujos, de ratones, bailábamos las melodías eternas, pero cuando él presentía que yo estaba un poco cansada de historias infantiles y temía que estuviera ya a punto de abandonarle, corría a poner en el casete nuestras otras canciones: las de Paul Simon, el Mother and Child Reunion, que parecía estar compuesta a la medida de nuestras emociones; el Dirty Boulevard de Lou Reed, que tantas veces hacíamos sonar en el programa para despertar a la gente y despertarnos, o esas otras más puras y melancólicas de João Gilberto, que se convirtieron en la banda sonora de aquellos días. Todo dependía de mis gustos, que eran eclécticos y veleidosos y que el niño asumía como si fueran propios, como si él estuviera determinado a que no hubiera nada de lo que debiera mantenerse al margen.
Paul Simon: "Mother and Child Reunion"
Lou Reed: "Dirty Boulevard"
Joäo Gilberto: "Desafinado"
A veces, la elección musical dependía de mi propio trabajo: si andaba yo preparando un especial sobre Gardel empezábamos a escuchar tangos en casa. El piso se inundaba con esa voz del pasado que de una forma tan misteriosa describía nuestro paisaje presente, «Barrio plateado por la luna / rumores de milonga / es toda tu fortuna», y a mí me parecía que aquella letra hablaba con precisión de aquella placilla nada memorable de mi barrio en la que habían vivido tanto la familia de mi marido como la mía cuando llegamos a Madrid.
Carlos Gardel en el tango "Melodía de arrabal" al que pertenece el fragmento citado.
Unos años más tarde, peregrinando con un grupo de amigos por la plaza del Dos de Mayo en busca de ese hueco libre en un bar que nunca se encuentra en las noches de frío, sentí su voz llamándome. Me había visto tras la cristalera de un café. Abrió la puerta y gritó mi nombre.
La Plaza del Dos de Mayo (de Madrid) en una imagen inusual.
Me asomé al cuarto amarillo y los dos, padre e hijo, levantaron la cara para mirarme. Estaban sentados en el suelo, haciendo un puzzle de una escena de Tintín en el Tíbet. El padre tardó un momento en levantarse, como si su lentitud quisiera contener el reproche que iba a hacerme. Se sacudió los pantalones y empezó a salir del cuarto haciéndome a mí retroceder.
Puzzle de "Tintín en el Tíbet"
Qué difícil era esperar. Cuando se esperaba a alguien que te había dicho «No te muevas, que voy para allá», uno no podía concentrarse ni aun leyendo ese libro que siempre le emocionaba, Tintín en el Tíbet, sobre todo en aquel momento crucial en el que Tintín le tiene que decir adiós para siempre al Abominable Hombre de las Nieves, y el Abominable se quedaba para siempre solo en sus montañas.
La soledad final del Abominable Hombre de las Nieves ("Tintín en el Tíbet")
Pensó en los insultos que hubieran salido de la boca del capitán Haddock: filibustero, troglodita, tonto de capirote, cromagnon, cretino de los Alpes, cochino, diplomado, gaznápiro, cabeza de mula, borrico, macrocéfalo, hidrocarburo, filibustero, rizópodo... Todas esas palabras impronunciables, mezcladas unas con otras en su recuerdo, pero prometedoras siempre de la felicidad porque se correspondían con los ratos en que su madre se sentaba con él a leerle un álbum. Los insultos del capitán sonaban tan tremendos en su boca que a él se le sacudía el cuerpo entero de la risa. Pero luego era incapaz de reproducirlos. Ningún ser humano podía hablar como Haddock.
Haddock de no muy buen humor ("Tintín en el Tíbet")
Cuando acabé de fregar los platos, el niño musical, mi pareja de baile, me tomó de la mano y me arrastró al despacho amarillo. Colocó una cinta en el casete. La rebobinó entera. Pulsó el play con la determinación de quien ha tomado una decisión meditada y comenzó a sonar la canción de Pinocho, When I Wish upon a Star, preámbulo de la felicidad de tantas infancias, de la suya, de la mía. Vino hacia mí. «En brazos», me dijo. No era una petición sino una exigencia. «Quiéreme», era lo que en realidad estaba diciendo. Lo subí en brazos, y como tantas veces en que buscaba mi abrazo y el de la música, dejó caer su cabeza sobre mi hombro. (…) Mientras yo le susurraba la canción al oído, noté que su peso se relajaba en mis brazos.
When you wish upon a star
Makes no difference who you are
Anything your heart desires
Will come to you.
If your heart is in your dreams,
No request is too extreme,
When you wish upon a star
As dreamers do.
"When You Wish Upon a Star" (del filme PINOCHO de Disney)
Años después, organizando la librería de mi nueva casa en Madrid, encontré un folio envejecido y prensado entre las páginas de un libro que debía de estar leyendo por entonces, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de Raymond Carver. Había una frase escrita a máquina:
«Sé sincero por una vez: para ti no valgo más que ese canario que he tirado a la basura.»
CAPÍTULO 3. ¿TE ACUERDAS DE CUANDO TE PERDISTE?
Mis hermanos detestaban las fantasías románticas de las niñas y se aburrían pronto. Sus juegos eran menos sofisticados. Mi hermano Pepe, que por entonces leía incansablemente aquellos novelones de soldadesca alemana de Sven Hassel, cogía una de las escopetas de caza que había en los cestos y nos disparaba desde detrás de un baúl, emitiendo el ruido del disparo para que nos dejáramos caer; otras veces nos hacía ponernos contra la pared para fusilarnos o nos pegaba un tiro a bocajarro.
Había novelas de Galdós, también sus Episodios Nacionales, novelas de las Brontë, de Dickens, de Blasco Ibáñez y Pereda, y había, por fortuna, muchos libros infantiles, toda la colección de Tintín, de Guillermo Brown, de Celia y Cuchifritín.
Ésa es la última vez que la vi siendo íntegramente ella misma. Cinco años más tarde, la carne, comida por un cáncer de hígado, habría desaparecido, sólo quedaría la piel descamada para cubrir su gran envergadura ósea. No vería nunca más ese pelo, el vello rizado y sensual que le enmarcaba la cara. La cabeza pelona quedaría oculta por una peluca de melena recta, oscura, con el brillo artificial de los pelos de las muñecas, que le conferiría un aspecto, según el ángulo desde el que se la mirara, de niña desvalida o de la vieja de Las tres edades de la vida de Lucas Cranach.
Lucas Cranach: "Las tres edades de la vida"
Recuerdo haber vagabundeado por el pueblo solitario y grave, como cuando hay un entierro que congrega a mucha gente. Recuerdo haber tenido una sensación de extrañeza hacia mí misma, como si pudiera desdoblarme y liberarme del peso de lo que vendría luego, cuando empezáramos a vivir una vida sin madre. Llamé a la puerta de un primo lejano, un chaval con patillas largas que los fines de semana pinchaba discos en la cabina de la discoteca, moderno y rural, esa mezcla que siempre ha ejercido sobre mí una atracción inmediata. Pasé, como tantas veces, a su cuarto, y rebuscando entre sus discos, elegí How Deep Is your Love, de los Bee Gees, la pinché y empecé a cantar. Él se me quedó mirando, estudiándome.
Bee Gees: "How Deep is Your Love"
CAPÍTULO 4. EL CHICO
Chico. Así me llamó mi padre un 6 de enero cuando entró al cuarto donde mis hermanos y yo veíamos una y otra vez dos escasos minutos de aquella película de Charlot, El chico, en el CinExín que me habían traído los Reyes. «Chico», dijo mi padre, apoyado en la puerta, «eres como el Chico, clavadita», y me señaló con la mano que sostenía el cigarro. Y como nada que dijera mi padre caía en el olvido o se pasaba por alto, aquél fue un triste bautismo para mí y una celebración para mis hermanos. Mi padre les acababa de conceder la potestad de llamarme así desde ese momento, y lo que para un adulto no era más que la constatación de un parecido —que yo reconozco ahora cada vez que veo imágenes de aquel niño actor, Jackie Coogan, con sus ojos melancólicos y su flequillo recto—, para mí fue un suplicio que me acompañó muchos años, cuando aún habitaba felizmente en mis maneras de niña chicazo y, más tarde, cuando no lograba encajar dentro de las fronteras agobiantes de lo femenino.
Jackie Coogan en "El chico" (de Chaplin)
La fe en Martín Ramos terminó la noche en que nos citó para un avistamiento. El acontecimiento iba a tener lugar en un campo cercano a Patones de Arriba, un pueblo de la provincia de Madrid. Lo dije en casa porque tenía que pagar el billete del autocar y un dinero extra por la experiencia. Nunca se me había pasado por la cabeza que mi padre se apuntaría, aunque su afición a los fenómenos inexplicables era tan antigua como mis recuerdos.
Patones de Arriba (provincia de Madrid)
CAPÍTULO 5. VÍSPERA DE REYES
Se paró en la esquina de la calle Mayor con la Puerta del Sol y tuvo que apoyarse en la pared de la confitería de La Mallorquina para degustar esa especie de mareo de felicidad. Le entraron ganas de reírse. Se llevó la mano a la cara para tapar la carcajada que incontroladamente le venía a la boca.
Confitería La Mallorquina (Madrid)
CAPÍTULO 6. UNA PEQUEÑA DERROTA
Le había echado mucho de menos. Las partidas de billar en los bares en torno a la plaza de Santa Ana. Las copas y las canciones propias de cada antro que nos hacían bailar con el palo mientras reíamos una mala jugada del otro o intentábamos hacerle perder la concentración. Nos unía el juego, el disfrute de algunas canciones y la efervescencia etílica.
CAPÍTULO 7. EL HUEVO KINDER
Recuerdas que entramos en la cafetería Manila, que no existe ya salvo en aquella noche nuestra, y que te dije, «Pide lo que quieras», como dicen las tías o las madrinas, no las madres.
La hoy desaparecida Cafetería Manila, en la plaza de Callao (Madrid)
La película empezó y nos cogimos de la mano, lo hacíamos siempre. Te empezaste a reír casi desde el principio y yo me dejé arrastrar por la risa que te producía el payaso de Kevin Kline sacando peces de la pecera de un pobre tartamudo y comiéndoselos, diciéndole palabras de amor en italiano a Jamie Lee Curtis, una americana catedralicia, y oliéndose cada poco los sobacos. Yo no lograba entrar en el argumento pero se me contagiaban tus carcajadas algo roncas, entrecortadas, olvidadizas ya del entorno solitario y algo amenazante. Cuántas veces hemos visto esa película luego. Muchas. Y has repetido los gestos del cómico, levantando los brazos y oliéndote las axilas o imitando al pobre tartamudo que forma parte de esta ridícula banda de penosos ladrones de joyas.
Un pez llamado Wanda, en ella ya no está sólo la cara payasesca de Kevin Kline o los andares caballunos de Jamie Lee Curtis, en ella estamos nosotros tal y como éramos aquella noche, juntos, solos en el mundo y perdidos, tomados de la mano, los dos infantiles y los dos extraños en el bosque nocturno; Hansel y Gretel distanciados por la edad y la estatura, pero igualados por una vulnerabilidad, propia de la infancia en tu caso, patológica en el mío.
Tráiler de la película "Un pez llamado Wanda" (en el que se pueden apreciar algunos de los momentos reseñados en el fragmento)
CAPÍTULO 8. LO QUE ME QUEDA POR VIVIR
Llamé a Gabi. Le pregunté. Me dijo que andaba haciendo un trabajo en la Biblioteca del Cuartel del Conde Duque. «¿Y no tienes que ir a clase?», le pregunté. «No, mami, cuando tienes que hacer un trabajo no tienes por qué ir a clase. Esto ya es la universidad.» Me contestó tranquilo pero con un deje de impaciencia.
Cuartel del Conde Duque, hoy centro cultural (Madrid)
Abrí las páginas centrales, donde se encontraban las fotos: los padres, muy jóvenes, en los años cincuenta, con un físico peculiar, poco habitual para una pareja española: ella, bajita, con la cara mofletuda, melena rizada y un aire a Shelley Winters;
Shelley Winters
Los recuerdos de aquella absurda espera se me confunden como si fuera incapaz de establecer un orden temporal. Tras aquella mañana hospitalaria, que ahora volverá a su condición de recuerdo secreto, me veo muchas mañanas dejando al niño a primera hora en la guardería, eligiendo siempre el camino que a él le gustaba, el paseo de las Cacas, un pasadizo en el que hacían tantos perros sus necesidades que había que estar atento, sortearlas, casi andar a saltos para no pisar alguna. Me veo paseando y paseando, cruzándome medio Madrid abstraída con mi walkman, escuchando un disco que entonces me separaba los pies del suelo, The Heart of a Saturday Night, de Tom Waits.
Leaving my family, I’m leaving my friends
My body’s at home but my heart’s in the wind
Where the clouds are little headlines on a new front page sky
Tears are salt water and the moon’s full and high
Tom Waits: "Shiver Me Timbers" (canción del album "The Heart of Saturday Night", y a la que pertenece el fragmento aludido)
A MODO DE CODA FINAL
Según cuenta la propia Elvira Lindo, una tarde de invierno de hace dos años, en una pausa en la escritura de la presente novela, escuchando canciones se topó con este bello bolero. Y según sus propias palabras, “se hizo la luz: tenía el título del último capítulo, el de la novela y la melodía de la historia.”
Valga, pues, la audición de “Lo que me queda por vivir”, interpretado por la cantante cubana Omara Portuondo acompañada al piano por el gran Chucho Valdés, como bellísimo remanso sonoro tras la finalización de la lectura de la novela.
Con Elvira Lindo me pasa que la leo y es como si leyera algo sobre mí mismo. Muchos de los lugares y las sensaciones que describe -y que aquí reproduces con tu habitual esmero- es como si yo los hubiera transitado también. Y puede ser, ya que esta novela en particular recrea los años en los que uno también comenzó a vivir "lo que le quedaba por vivir..."
ResponderEliminarResulta tierna y dura al mismo tiempo, amarga y sincera, incómoda a veces, y valiente al descubrir sombras personales difíciles de afrontar.
Me alegro de que le des un lugar en este paseo literario que compartes con nosotros.
IM-PRE-SIO-NAN-TE
ResponderEliminarBueno es primera vez que escucho sobre Lo que me queda por vivir... se ve que deja un mensaje bastante bonito...
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